Recuerdo hace ya varios lustros haber leído un testimonio de una adolescente viviendo en Sarajevo, en el medio del conflicto que conllevó tanto dolor y destrucción en Bosnia-Herezgovina. Hasta el momento yo había venido siguiendo las noticias por titulares de los diarios, y ocasionales reportes en TV, por lo cual no era una «situación» que me resultara desconocida… o al menos eso creía, hasta leer ese testimonio. Esta adolescente comenzaba contando su vida antes de la guerra, y creo que ahí fue mi primera conmoción: veía los programas de TV que yo veía, escuchaba la música que yo conocía y que mis hermanos menores eran fanáticos, gustaba del fútbol de mi país, etc. De repente, sentí una enorme empatía con ella, su relato había creado un contexto común que, al perderse totalmente por el inicio de la guerra, me hizo a mí también sentir algo de lo que ella sentía.
Esa experiencia me resultó muy fuerte y significativa, y seguramente también sentí empatía humana hace unos días ante los hechos criminales que han sacudido a Francia y al mundo occidental. Justamente, esto sucedió en una ciudad que he visitado varias veces, con personas cuya lengua y cultura no me son ajenas, en el contexto del ejercicio de libertades cívicas que me son tan caras. Me sentí conmovido e indignado, como tantos lo han sentido y lo han mostrado poniendo el cuerpo en la calle.
Sin embargo, una entrada escrita por Gonzalo Sánchez-Terán, Director del Servicio Jesuita a Refugiados en República Centroafricana, publicada en el blog 3500Millones, ha complementado y sumado empatía e indignación. Al decir de Terencio, Soy humano, y nada de lo humano me es indiferente… Alcanza con detener un poco el paso, y observar aquello que por ajeno y lejano demora un poco más en conmovernos, pero lo debemos hacer.
Marco en rojo en el artículo las ideas que más me han impactado.
Yo soy un musulmán centroafricano…
El día después de que unos integristas islámicos asesinaran a tiros a doce personas en París, Naciones Unidas hizo público un informe denunciando que en la República Centroafricana se está produciendo una limpieza étnica de musulmanes. Para los europeos, justamente sumidos en el dolor y la indignación ante la masacre de Charlie Hebdo, esta segunda noticia ha pasado desapercibida.
Miles de personas han sido asesinadas en la República Centroafricana desde que hace dos años un grupo rebelde mayoritariamente musulmán, la Séléka, se alzara contra el Gobierno desde sus bases en el norte. Tras ocupar la capital, Bangui, los Séléka se lanzaron a una brutal campaña de crímenes y saqueos, provocando la creación de otro grupo armado, los Anti-Balaka, conformado en su mayor parte por cristianos y animistas. Lo que en principio era un episodio más de lucha por el poder y los recursos en un país que ha vivido ocho golpes de estado desde su independencia, se envenenó pronto con tintes religiosos. En diciembre de 2013 los Anti-Balaka arrebataron el control de Bangui a los Séléka y dio comienzo la venganza.
En la capital los barrios musulmanes fueron atacados y destruidos. En el interior los Anti-Balaka ejecutaron a comerciantes y campesinos musulmanes y se quedaron con sus posesiones. Para abril de 2014 más de un cuarto de millón de musulmanes habían tenido que huir del país. La llegada de las fuerzas de paz internacionales consiguió detener los enfrentamientos entre grupos armados y las peores matanzas, sin embargo en el interior de las comunidades la violencia y el miedo siguen presentes.
La República Centroafricana está ahora mismo partida en dos: en el este los antiguos miembros de la Séléka imponen sus armas en un territorio tan vasto como poco poblado; en el oeste los Anti-Balaka continúan saqueando y obligando a los musulmanes a buscar refugio en Camerún o Chad. No todos han logrado escapar: cerca de dos mil viven confinados y hacinados en recintos insalubres esperando la ayuda de la comunidad internacional para abandonar el país. Las organizaciones humanitarias somos incapaces de asistir a la población más necesitada porque más allá de los ejes controlados por las fuerzas de paz impera la inseguridad y nuestros vehículos han sido a menudo atacados.
Cuesta imaginar que los ciudadanos musulmanes algún día puedan regresar a los barrios que habitaban. Sus casas han sido derruidas y sus tiendas en los mercados fueron requisadas. Me he encontrado con jóvenes musulmanes que no se atreven a utilizar su nombre árabe y han adoptado uno cristiano para sobrevivir y buscar trabajo. Ojalá me equivoque, mas creo que la limpieza étnica, en buena parte del territorio, ha sido irrevocablemente consumada.
Todo esto sucede ante la mirada distraída de Occidente. Las fuerzas de la ONU se desplegaron desganadamente para apoyar al ejército de Francia, la antigua potencia colonial, que tras décadas sosteniendo a distintos dictadores centroafricanos y expoliando los recursos naturales del país, ha decidido ejercer el papel de pacificador. La opinión pública de Europa y Estados Unidos no parece muy interesada por lo que aquí ocurre: quizá porque los que mueren y huyen son africanos, quizá porque muchos de ellos son musulmanes.
Hacemos bien echándonos a la calle para defender la libertad proclamando unos derechos humanos que llamamos universales, pero nuestro grito pierde fuerza y justicia cuando solo lo hacemos por los que mueren en nuestras ciudades. La violencia de los fanáticos y los poderosos debería convocar nuestra rabia, nuestra condena y nuestra acción aunque las víctimas sean los niños de Gaza o los cientos de hombres y mujeres que han sido masacrados en el este del Congo en los últimos tres meses sin que a nadie haya parecido importarle.
Lo repito orgullosa, desafiantemente: Yo soy Charlie. También, con idéntica pasión, escribo: Yo soy un musulmán centroafricano.